Del plano al volumen: arquitectura cerebral de la música. Eladio Soto Barquero

 

 


Eladio Soto Barquero

Hay una conspiración secreta en el cerebro: cuando la música suena, el pensamiento se pone de pie.Y digo “de pie” porque deja de ser una abstracción plana, de líneas y puntos, y se transforma en un organismo tridimensional que respira. Así me ocurre desde hace años. Donde los demás leen notas, yo veo pasillos; donde otros repasan acordes, yo levanto columnas invisibles; donde el pentagrama insiste en su horizontalidad, yo descubro techos y bóvedas sonoras. Quizás sea culpa de la arquitectura, que me enseñó que toda línea puede convertirse en volumen si uno la mira con la intención adecuada. La música, como la arquitectura, no se vive desde la distancia: se habita. El oído no es una herramienta de medición sino una puerta. Y el cerebro, ese constructor incansable, toma el sonido como materia prima para edificar espacios mentales. La neurociencia actual lo confirma con una precisión que a veces me resulta poética: el cerebro traduce la música en mapas espaciales, organiza las alturas como alturas reales, las secuencias rítmicas como caminos, las disonancias como desvíos. Es decir: cuando escuchamos una melodía, el lóbulo parietal —el mismo que usamos para orientarnos por la ciudad— se activa como si estuviéramos caminando por ella. Así que no estaba loco cuando imaginé una sonata de Mozart como una plaza barroca, ni cuando sentí que los acordes de Debussy tenían textura de niebla: el cerebro hace eso todos los días, sólo que los músicos solemos fingir que no.Cada nota es una coordenada. Cada intervalo, una distancia. Y en el cerebro, esas distancias se representan con la misma maquinaria que usamos para calcular el espacio real: los circuitos visoespaciales que nos permiten aparcar el auto o subir una escalera sin tropezar. De hecho, las investigaciones sobre la memoria motora de los pianistas muestran que cuando un músico experimentado practica mentalmente —sin tocar—, se activan las mismas regiones cerebrales que cuando realmente ejecuta el instrumento: el córtex motor suplementario, el cerebelo, el hipocampo. La música se convierte, entonces, en una arquitectura de gestos invisibles. No necesitamos movernos para que el cuerpo se mueva por dentro. Por eso, cuando leo una partitura, no la leo: la recorro. No pienso “do, re, mi”, sino “subo, avanzo, giro”. Y mi mano, en lugar de obedecer un dictado plano, recuerda un trayecto espacial, una curva aprendida a fuerza de repetición y placer. Ahí entra la plasticidad sináptica, ese milagro discreto con que el cerebro redecora sus pasillos internos: cada vez que repito un gesto, una ruta neuronal se fortalece, se pavimenta, se vuelve
autopista. La música es, literalmente, la ingeniería civil del alma.
Pero el asunto va más lejos. El cerebro no se contenta con representar el sonido en el espacio; lo mezcla con los sentidos. Quien ha pasado horas entre partituras y teclas sabe que el oído empieza a ver, y la vista empieza a oír. Eso es la sinestesia: esa vieja travesura de la mente que colorea los sonidos y le da temperatura a las notas. Algunos dirán que es rareza de artistas; yo digo que es una función avanzada del cerebro: un intento por economizar el mundo, por unir lo que el lenguaje separó.
Cuando toco un acorde mayor, siento luz; cuando toco un menor, la sombra se inclina. No es metáfora, es fisiología. Y todo esto —espacialidad, gesto, sinestesia— me lleva siempre al mismo punto: el aprendizaje musical no es distinto al diseño arquitectónico. Ambos requieren imaginar el espacio antes de construirlo. Cuando dibujo una fachada, mi mente ya se ha paseado por los pasillos. Cuando leo una partitura, mi cerebro ya ha paseado por las teclas. Ambos son ejercicios de anticipación: el pensamiento se adelanta al cuerpo para que el cuerpo no se pierda. Por eso nunca me convenció el método numérico: contar intervalos, clasificar digitaciones, recitar fórmulas. El número no enseña a caminar; apenas mide las huellas. La música plana —esa que se limita al papel— se parece a los planos sin escala: precisa, sí, pero inhabitable. El aprendizaje tridimensional, en cambio, tiene olor a vida. Uno aprende no a recordar, sino a habitar la forma sonora.


Capítulo: El paso de lo plano a lo tridimensional


Hay quienes leen música como quien sigue un mapa plano: una ruta hecha de puntos, líneas y accidentes predecibles. Pero el mapa que yo veo no cabe en dos dimensiones. El pentagrama, con sus cinco líneas dóciles y obedientes, nunca me bastó. Siempre sospeché que esas líneas eran solo las huellas de algo que vibraba en otro espacio, una arquitectura suspendida entre el aire y la mano. Mientras otros leían notas, yo veía relieves. Donde el DO reposaba, mi mente levantaba un pilar; donde el FA se tensaba, se abría una bóveda; y entre ambos, un arco, invisible pero real, sostenía el equilibrio de la frase. La música, para mí, no fluía: se erguía. La neurociencia podría decir que mi cerebro confundía dominios sensoriales, que un área visual se inmiscuía en la auditiva, que mi córtex parietal trazaba mapas donde no debía. Pero acaso la genialidad —si es que alguna vez existió— no consiste en esa promiscuidad neuronal, en esa falta de respeto por las fronteras anatómicas. Aprendí a leer música con la mirada del arquitecto que todavía llevaba dentro. Cada partitura era un plano de ciudad, y cada compás, una calle con ritmo de adoquines. Las notas altas eran torres,
las graves, cimientos. Si una melodía ascendía, yo sentía que subía una escalera. Si descendía, había que preparar la estructura para que no se viniera abajo. Y de pronto, comprendí algo que ningún manual de solfeo mencionaba: el cerebro ama las formas. Lo plano lo aburre. Necesita profundidad, textura, volumen. No recuerda cifras ni secuencias
abstractas, sino gestos espaciales, rutas que se recorren con el cuerpo. Cuando memorizo un número telefónico, no lo hago por sus dígitos sino por la figura que traza mi dedo sobre el teclado: una L invertida, un zigzag, una especie de danza cifrada. Lo mismo ocurre con la música. El cerebro del músico, según los neurólogos, es un laboratorio de mapas tridimensionales. Cuando un pianista toca, activa regiones destinadas al movimiento, la audición, la visión e incluso el tacto anticipado: un curioso fenómeno donde la mano “sabe” antes de moverse. Es la memoria motora, ese archivo secreto donde el cuerpo guarda lo que el alma ya ha comprendido. Y es ahí donde aparece la magia: la música se convierte en una forma espacial que se traduce en impulso eléctrico, en sinapsis, en arquitectura neuronal. Cada práctica refuerza caminos sinápticos como quien pavimenta una calle transitada. Repetir un pasaje no es solo repetir sonidos; es consolidar un mapa interno que el cuerpo podrá recorrer con los ojos cerrados. Los científicos lo llaman plasticidad sináptica, pero yo prefiero pensar que se trata de una remodelación arquitectónica invisible. Cada escala que repito es un muro reforzado, cada acorde dominado, una cúpula que resiste mejor el peso del silencio. Cuando el aprendiz se frustra por no poder recordar una secuencia, lo que realmente ocurre es que su ciudad interior aún está en obras: las conexiones neuronales aún no se han pavimentado. Por eso, cuando enseño o toco, ya no pienso en notas sino en formas. No es un FA sostenido: es una curva ascendente que se eleva sobre un arco de tensión. No es un SOL: es una ventana que se abre hacia la claridad. Y entonces, de pronto, todo encaja: la música deja de ser plana, el
pentagrama se levanta como una maqueta viva, y mi mano se convierte en un compás trazando espacio. La neurociencia, con su precisión de microscopio, intenta explicarlo. Habla de integración multisensorial, de sinestesia, de cómo el cerebro une visión, tacto y sonido en una sola experiencia coherente. Pero a mí me gusta más pensar que el cerebro es un arquitecto caprichoso, amante de las simetrías ocultas, que nunca quiso conformarse con el bidimensionalismo del papel pautado.
Así, cada vez que toco una pieza, construyo una pequeña catedral neuronal. Los arpegios son sus columnas, los silencios sus naves, los acordes su bóveda de resonancia. Y cuando finalmente el sonido desaparece, la estructura queda flotando en la mente, viva, como un edificio de aire. Dicen que el cuerpo tiene memoria, pero lo que pocos sospechan es que esa memoria es más sabia que nosotros. Antes de que el cerebro decida, la mano ya ha recordado. No es magia: es el
milagro cotidiano de la plasticidad sináptica. Esas rutas eléctricas que se van reforzando con cada intento, con cada error, con cada repetición obstinada que desespera al principiante pero edifica al maestro. Cuando los neurólogos colocan electrodos en la cabeza de un pianista, descubren algo fascinante: antes de presionar una tecla, las áreas motoras del cerebro ya están encendidas, preparando el movimiento que aún no ha ocurrido. Es como si el cuerpo tuviera premoniciones. La música, entonces, no nace del sonido, sino de un impulso silencioso: una arquitectura de anticipaciones. En ese instante previo al toque, todo el sistema nervioso se convierte en un coro silencioso: las cortezas auditivas imaginan el sonido, las áreas visuales dibujan el movimiento, los ganglios basales ajustan la secuencia, y el cerebelo calibra el equilibrio. Es una sinfonía sin instrumentos, ejecutada dentro del cráneo. Esa danza interna es lo que la ciencia llama memoria motora. Pero yo prefiero pensarla como un eco muscular del alma. Lo que el alma quiere expresar, el cuerpo lo repite hasta que se convierte en reflejo, en reflejo tan fino que deja de ser consciente. El músico que toca de memoria no recuerda notas, sino rutas. Su cerebro no está leyendo sonidos, sino recorriendo paisajes familiares: sabe dónde girar, dónde caer, dónde respirar.

 



El aprendizaje musical, entonces, se parece más a construir un edificio que a memorizar un texto. No se trata de almacenar datos, sino de levantar estructuras. Cada práctica refuerza cimientos invisibles; cada error derrumba un muro mal alineado. Y el arquitecto —ese ser que un día quiso levantar torres y terminó tocando arpegios— comprende que el piano no es un instrumento, sino un espacio habitable. Porque al tocar, la mente espacial del arquitecto se enciende. No ve notas, sino proporciones. No oye sonidos, sino distancias. Un acorde mayor es un claro abierto; un menor, una sombra que se extiende. La música se convierte en una geografía emocional que se recorre con los dedos.
Y aquí entra la sinestesia, esa travesura del cerebro que confunde los sentidos para comprender mejor. Los neurólogos la definen como una activación cruzada entre áreas sensoriales: escuchar colores, oír formas, ver sonidos. Pero en el fondo, la sinestesia es una vieja costumbre del cerebro: su tendencia a unificar lo diverso. Cuando mis manos rozan las teclas, el tacto también oye. Hay una temperatura en cada nota: el RE
suena tibio, el SI bemol huele a madera antigua. No sé si son asociaciones imaginarias o conexiones reales, pero lo cierto es que el cerebro parece no distinguir del todo entre oír y tocar, entre ver y sentir. Las resonancias auditivas activan zonas táctiles; los colores despiertan memorias olfativas; los movimientos evocan texturas. El cerebro, en su sabiduría anárquica, rehúsa compartimentarse. Así, lo que para la ciencia es “integración multisensorial”, para el músico es poesía neuronal. Cada sinapsis es una metáfora; cada ruta eléctrica, una comparación sensorial que el lenguaje no puede nombrar. Cuando un arquitecto toca el piano, lleva consigo esa visión del espacio que lo formó. Sus dedos buscan simetrías, sus oídos reconocen proporciones áureas, su mente traza ejes invisibles. La melodía, en sus manos, se convierte en planta y alzado a la vez. Cada compás tiene su estructura portante; cada frase, su equilibrio dinámico. Donde otros ven una sucesión de sonidos, él percibe tensiones espaciales: la bóveda sonora que se eleva, el contrafuerte armónico que la sostiene. No es casualidad que muchos arquitectos hayan sentido afinidad por la música. Ambas disciplinas comparten un mismo principio: el orden oculto detrás de la belleza. El músico y el arquitecto construyen con materiales distintos —uno con piedra y silencio, el otro con tiempo y vibración—, pero ambos edifican para el oído interior. La neurociencia moderna comienza a confirmarlo. Los estudios de neuroimagen muestran que los cerebros de músicos y arquitectos activan regiones similares cuando interpretan o diseñan: las áreas parietales, donde se procesan las relaciones espaciales, y las frontales, donde la planificación se vuelve gesto. Es como si ambos oficios compartieran un idioma primitivo, un alfabeto común de forma, ritmo y proporción. Así, cuando el músico-urbanista recorre su teclado, no solo toca: levanta edificios de aire, traza bulevares de sonido, construye con armonías que no necesitan cemento. Y cuando el arquitecto-musical imagina una fachada, escucha su ritmo interno, el compás con que los ventanales repiten su motivo, como si el edificio respirara. Y entonces la frontera entre ver y oír se disuelve. La música se vuelve arquitectura invisible; la arquitectura, música petrificada. Ambas son hijas de un mismo impulso cerebral: el deseo de dar forma a lo informe, de traducir el caos sensorial en una estructura que sostenga la emoción. El cerebro, dicen los científicos, es un órgano modesto: pesa kilo y medio, pero contiene más conexiones que estrellas hay en la Vía Láctea. Yo diría que es el edificio más ambicioso que jamás se haya levantado, sin arquitecto visible y con obras de remodelación constantes.
Dentro de ese edificio mental, la música actúa como un arquitecto clandestino. Cada nota ejecutada, cada intervalo comprendido, construye pasadizos neuronales. Lo que para el oyente común es placer auditivo, para el cerebro del músico es albañilería pura: una faena de conexiones,refuerzos y puentes entre hemisferios. La neurociencia lo ha visto literalmente: los cerebros de los músicos tienen el cuerpo calloso —ese puente de fibras que une ambos hemisferios— más grueso que el promedio. Es decir, la música no solo emociona: edifica materia viva. Las manos que tocan, los ojos que leen, los oídos que escuchan, todo conspira para crear una sinfonía estructural. Es como si el cerebro decidiera convertirse en su propio piano. Y aquí ocurre algo fascinante: el músico no solo crea melodías, sino espacios mentales. Cada obra
que interpreta es un plano tridimensional que su mente recorre sin darse cuenta. Beethoven es un edificio barroco con sótanos heroicos; Debussy, un pabellón de niebla con muros de luz líquida; Bach, una catedral sin errores estructurales. El oyente que ignora esto habita la música desde el exterior; el intérprete, en cambio, la habita desde dentro, como un inquilino que sabe dónde cruje el piso y dónde resuena la bóveda.
La ciencia lo llama codificación espacial del sonido. Pero a mí me gusta imaginarlo de otro modo: el cerebro del músico construye un mapa invisible donde las notas no están en el pentagrama, sino flotando en el aire, unidas por puentes de memoria y caminos de hábito. Cada repetición en la práctica refuerza esos caminos. Cada fallo abre una calle nueva. Con el tiempo, esa ciudad interior se llena de avenidas melódicas, plazas armónicas, túneles de ritmo y parques de silencio. El humor, por supuesto, no puede faltar. Porque el cerebro, por más noble que parezca, a veces se comporta como un maestro distraído. Olvida una entrada, repite un compás, confunde una octava. Es su manera de recordarnos que, aunque las sinapsis se fortifiquen, la mente sigue siendo humana. Que incluso el mejor de los arquitectos puede olvidar un ladrillo. Pero ahí reside la belleza del proceso: el error no destruye la estructura; la red neuronal lo absorbe, lo transforma en aprendizaje. De hecho, los neurocientíficos afirman que las equivocaciones activan zonas más profundas del cerebro que los aciertos. Aprendemos más de una caída que de cien equilibrios. O, en términos musicales: el cerebro ama el disonante porque lo desafía a resolver. Hay algo profundamente humano en ese juego entre precisión y caos. La música, como la arquitectura, vive de la tensión entre el orden y el accidente. Un acorde perfecto sin imperfecciones sería un edificio sin grietas, sin historia. Lo vivo necesita fisuras para respirar. Y tal vez eso explique por qué la música nos conmueve: porque en su arquitectura interna late la misma
vulnerabilidad que en nosotros. La neurociencia, que suele hablar con gráficos y estadísticas, empieza a intuirlo. Los escáneres cerebrales muestran que la emoción musical activa las mismas zonas que el amor, el asombro o la memoria nostálgica. Cuando un acorde nos estremece, no solo oímos sonido: recordamos, amamos, reconstruimos. La dopamina, ese químico de la recompensa, no distingue entre un beso
y un adagio: para el cerebro, ambos son formas distintas de plenitud.
Y aquí volvemos al punto inicial: lo tridimensional. Leer música como si fuera un plano es reducirla a líneas muertas. Pero verla como un espacio —una topografía emocional, una escultura del tiempo— es devolverle su volumen. Nuestro cerebro no fue diseñado para planos, sino para
relieves; no para códigos, sino para caminos. Por eso, cuando comprendemos la música tridimensionalmente, no estamos forzando al cerebro: estamos hablándole en su idioma nativo. Tal vez todo el arte consista en eso: en devolver a la mente su geografía original. Cuando el
arquitecto toca el piano, cuando el músico imagina espacios, cuando el niño aprende una melodía moviendo todo su cuerpo, el cerebro celebra: “por fin alguien me entiende en tres dimensiones”. El papel, pobre instrumento de la bidimensionalidad, apenas puede insinuar el milagro que ocurre en el aire. Pero el cerebro no necesita papel. El cerebro construye. Toma las notas, las dobla, las eleva, las curva, y les da volumen. Lo hace sin pedir permiso, sin pedir ayuda, y sin firmar planos.
Y así, la música se convierte en una ciudad viva: los arpegios son escaleras, los silencios son patios, las modulaciones son calles que cambian de nombre. Hay barrios de nostalgia y avenidas de júbilo.
Algunos pasajes son tan complejos que necesitan rotondas neuronales. Y, en medio de todo, el intérprete camina con sus manos, no sobre el suelo, sino sobre las teclas: explorando su ciudad interior, su arquitectura sin concreto. La neurociencia apenas ha comenzado a describir esta urbe. Pero tú, que lees la música como espacio, ya la habitas desde hace tiempo. Has comprendido lo que a muchos les toma una vida de estudios: que el cerebro no piensa en planos, sino en formas; que el aprendizaje musical no se memoriza, se construye; y que la melodía no se toca, se habita. Así, entre la ironía y la epifanía, queda una conclusión sencilla: si el papel es la sombra, la música tridimensional es el cuerpo. Si la nota es el ladrillo, la emoción es la cúpula. Y si la mente humana es la catedral donde resuena todo esto, entonces cada pianista es, sin saberlo, un arquitecto del alma.

 

 Eladio Soto Barquero nació un 7 de enero de 1955. Vive en la Ciudad de Grecia y allí cursó también sus primeros estudios en la Escuela Simón Bolívar. Luego cursó el secundario en la Ciudad de Heredia, en el Colegio Claretiano de curas españoles. Más tarde hizo la Carrera de Arquitectura en la Universidad de Costa Rica, y en la Universidad Autónoma de Centro América se graduó de Licenciado en Arquitectura. Tiene también estudios musicales. Lo crió su abuelo que era compositor y luego estudió con la rusa Margarita Baratians.
 

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