Tarzán no pagaba alquiler: ensayo sarcástico sobre el destino del artista en la jungla del mercado. Eladio Soto Barquero
Eladio Soto Barquero
En el fondo de la selva africana, entre lianas, monos parlanchines y algún que otro rugido felino, Tarzán vivía felizmente ajeno al IVA, al sistema bancario y a las reuniones de Zoom. No necesitaba un máster en administración de empresas para saber cuándo tenía hambre, ni requería un subsidio estatal para construir su casa en la copa de un árbol. Tarzán era libre. Autárquico, autosuficiente, un sujeto sin recibos ni suscripciones digitales. Bastaba con su fuerza, su astucia y una habilidad felina para balancearse de rama en rama. Comparado con él, el hombre moderno es casi un parásito hiperdependiente. Desde la ducha caliente matutina hasta la cena pedida por app, cada instante de la vida civilizada está sostenido por una red de servicios, industrias y burocracias que harían llorar de confusión al rey de la jungla. El ser humano contemporáneo, pese a sus diplomas y su GPS emocional, no sabría distinguir una lechuga silvestre de una planta venenosa. Su sobrevivencia depende completamente de los demás: del tendero, del técnico de internet, del recolector de impuestos, del repartidor, del productor, del agricultor y del algoritmo.
Y así, en esta jungla de concreto y conexión 5G, el ciudadano común tiene dos opciones básicas: convertirse en asalariado —es decir, colgarse de la ubre estatal o corporativa— o lanzarse a la gran sabana del emprendimiento, donde puede terminar siendo león o gacela, millonario o masticado por los bancos. El emprendedor es el nuevo Tarzán neoliberal: se balancea no de lianas, sino de préstamos y contratos, y su grito de guerra suena más bien como una presentación de PowerPoint.
En el rincón más dramático del ecosistema económico está el artista. Ese
espécimen peculiar que pinta, compone, esculpe o escribe, esperando que algún día su obra se cotice lo suficiente como para pagar la electricidad. Su drama no es menor: mientras el ingeniero construye puentes y el comerciante mueve mercancías, el artista intenta construir sentido. Pero ese sentido no siempre genera dividendos inmediatos. Y si bien su trabajo puede ser el alma secreta de una civilización —esa melodía que calma, esa imagen que sacude, esa palabra que despierta—, el mercado suele responder con un encogimiento de hombros… o con una invitación a dar clases gratis “por exposición”.
El político, por su parte, vive en otra selva: la de los contactos. No necesita ser eficiente ni creativo, sólo hábil para tejer telarañas. Su ingreso muchas veces no depende del valor que aporta, sino de a quién conoce, a quién obedece o a quién le debe favores. Tarzán, nuevamente, se escandalizaría. En su mundo, la ley era clara:el débil muere. En el nuestro, el mediocre asciende si tiene padrino.
Ante esto, cabe preguntar: ¿y si el artista, ese héroe cultural de voz tenue, recibiera justicia económica? ¿Y si existiera una institución —nacional o mundial— que valorara su trabajo no según las fluctuaciones del mercado, sino según su impacto en la dignidad y el espíritu humano?
Por supuesto, plantearlo suena casi indecente. ¿Pagarle a alguien por esculpir belleza? ¿Subsidiar la creación de algo tan poco útil como la verdad estética?
¡Sacrilegio! Los artistas, como bien sabe la modernidad funcional, deben sobrevivir de aire y aplausos. Que el sistema les reconozca un salario sería como darle vacaciones al burro: disruptivo, innecesario, peligroso.
Sin embargo, resulta que, cuando el arte desaparece o se empobrece, las civilizaciones se deshumanizan. Y entonces uno entiende, con cierta melancolía, que tal vez no es el artista el que está fuera del sistema, sino el sistema el que está fuera de sí. Que la civilización sin arte es solo infraestructura sin alma. Y que quizás, en lugar de ver al artista como un inútil decorativo, deberíamos verlo como el último heredero de algo que Tarzán, sin leer a Platón, ya entendía: que la conexión espiritual con la vida no se factura, pero sí sustenta.
Eladio Soto Barquero nació un 7 de enero de 1955. Vive en la Ciudad de Grecia y allí cursó también sus primeros estudios en la Escuela Simón Bolívar. Luego cursó el secundario en la Ciudad de Heredia, en el Colegio Claretiano de curas españoles. Más tarde hizo la Carrera de Arquitectura en la Universidad de Costa Rica, y en la Universidad Autónoma de Centro América se graduó de Licenciado en Arquitectura. Tiene también estudios musicales. Lo crió su abuelo que era compositor y luego estudió con la rusa Margarita Baratians.


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