Jack Kerouac: al margen de las convenciones, Adriana Santa Cruz







Resultado de imagen para Jack Kerouac
Adriana Santa Cruz
Jack Kerouac (1922-1969) fue un escritor norteamericano, admirador de Jack London, Fiódor Dostoievski y James Joyce. La publicación de su novela En el camino (1957) lo transformó en el portavoz de la Generación beat que también incluía a Allen Ginsberg, Gregory Corso, William Burroughs, Neal Cassady, Lawrence Ferlinghetti y Gary Snyder.
En el Camino no solo influyó en los beatniks, sino que el espíritu del libro estÔ presente en varias generaciones posteriores a través de algunos temas y motivos como la huida de uno mismo, la vida improvisada, nómade y al margen de las convenciones, y el viajar.

La literatura de Kerouac refleja los deseos, la esperanza, pero también la desilusión y el desconcierto de la generación norteamericana posterior a la Segunda Guerra Mundial, entre mediados de los 40 y toda la década de los 50. Dentro de un sistema social conformista, rígido y conservador, la prosa del autor es literatura políticamente incorrecta. Su kickwriting o prosa espontÔnea tenía como regla justamente no tener reglas; era cruda, visceral, sincera y, por supuesto, autobiogrÔfica.

Otras obras de Kerouac son Visiones de Gerard, Angeles de Desolación, Visiones de Cody, Satori en París, La Vanidad de los Duluoz y Los SubterrÔneos, entre otras.


En el camino (fragmentos)

“La Ćŗltima vez que vi a Dean fue en unas circunstancias tristes y extraƱas. Remi Boncoeur habĆ­a llegado a Nueva York despuĆ©s de haber dado varias veces la vuelta al mundo en distintos barcos. Yo querĆ­a que conociese a Dean. Se conocieron pero Dean ya no podĆ­a hablar y no dijo nada, y Remi acabó yĆ©ndose a otra parte. HabĆ­a sacado entradas para el concierto de Duke Ellington en el Metropolitan Opera e insistió para que Laura y yo fuĆ©ramos con Ć©l y su novia. Remi habĆ­a engordado y estaba algo mĆ”s triste, pero todavĆ­a conservaba sus modales de caballero y querĆ­a hacer las cosas del modo correcto, segĆŗn recalcaba. Consiguió que su agente nos llevara al concierto en un cadillac. Era una frĆ­a noche de invierno. El cadillac estaba aparcado y listo para arrancar. Dean estaba junto a las ventanillas con su bolsa y dispuesto a dirigirse a la estación de Pennsylvania y atravesar el paĆ­s.
—Adiós, Dean —le dije—. No sabes cuĆ”nto siento tener que ir al concierto.
—¿No podrĆ­a ir con vosotros hasta la calle Cuarenta? —me susurró—. Me gustarĆ­a estar contigo el mayor tiempo posible, y ademĆ”s hace un frĆ­o terrible en este Nueva York…
HablĆ© en voz baja con Remi. No, no querĆ­a. Le gustaba yo pero no le gustaban todos mis estĆŗpidos amigos. No querĆ­a que volviera a estropearle la velada como habĆ­a hecho en 1947 en el Alfred’s de San Francisco con Roland Major.
—¡Absolutamente imposible, Sal! —¡Pobre Remi! Llevaba una corbata especial que habĆ­a preparado para ese dĆ­a; tenĆ­a dibujada una copia de las entradas del concierto y los nombres de Sal, Laura, Remi y Vicki, su novia, ademĆ”s de una serie de chistes sin gracia y algunos de sus dichos favoritos como: «No se puede enseƱar una nueva canción al viejo profesor».
Así que Dean no pudo venir con nosotros y lo único que pude hacer fue sentarme en la parte de atrÔs del cadillac y decirle adiós con la mano. El agente que conducía tampoco quería nada con Dean. Y el pobre Dean, enfundado en el apolillado abrigo que había traído especialmente para las gélidas temperaturas del Este, se alejó caminando solo, y mi última visión suya fue cuando dobló la esquina de la Séptima Avenida, mirando hacia delante, y lanzado de nuevo a la acción. Mi pequeña y queridísima Laura, a quien se lo había contado todo de Dean, casi se echó a llorar.
—¡Oh, no podemos dejarle que se vaya asĆ­! ¿QuĆ© podrĆ­amos hacer?
«Se ha marchado el viejo Dean», pensĆ© y luego dije en voz alta:
—No te preocupes, sabrĆ” arreglĆ”rselas.
Y seguimos hacia aquel triste y repugnante concierto al que no me apetecía nada ir y todo el tiempo estuve pensando en Dean y en cómo se subiría al tren y recorrería una vez mÔs cinco mil kilómetros sobre este terrible país y nunca llegué a saber por qué se había presentado en Nueva York, excepto para verme.
AsĆ­, en esta AmĆ©rica, cuando se pone el sol y me siento en el viejo y destrozado malecón contemplando los vastos, vastĆ­simos cielos de Nueva Jersey y se mete en mi interior toda esa tierra descarnada que se recoge en una enorme ola precipitĆ”ndose sobre la Costa Oeste, y todas esas carreteras que van hacia allĆ­, y toda la gente que sueƱa en esa inmensidad, y sĆ© que en Iowa ahora deben estar llorando los niƱos en la tierra donde se deja a los niƱos llorar, y esta noche saldrĆ”n las estrellas (¿no sabĆ©is que Dios es el osito Pooh?), y la estrella de la tarde dedicarĆ” sus mejores destellos a la pradera justo antes de que sea totalmente de noche, esa noche que es una bendición para la tierra, que oscurece los rĆ­os, se traga las cumbres y envuelve la orilla del final, y nadie, nadie sabe lo que le va a pasar a nadie excepto que todos seguirĆ”n desamparados y haciĆ©ndose viejos, pienso en Dean Moriarty, y hasta pienso en el viejo Dean Moriarty, ese padre al que nunca encontramos, sĆ­, pienso en Dean Moriarty”.
—–
“…Y asĆ­ fue como realmente se inició toda mi experiencia en la carretera, y las cosas que pasaron son demasiado fantĆ”sticas para no contarlas.
SĆ­, y no se trataba sólo de que yo fuera escritor y necesitara nuevas experiencias por lo que querĆ­a conocer a Dean mĆ”s a fondo, ni de que mi vida alrededor del campus de la universidad hubiera llegado al final de su ciclo y estaba embotada, sino de que, en cierto modo, y a pesar de la diferencia de nuestros caracteres, me recordaba algo a un hermano perdido hace tiempo; la visión de su anguloso rostro sufriente con las largas patillas y el estirado cuello musculoso me recordaba mi niƱez en los descampados y charcas y orillas del rĆ­o de Paterson y el Passaic. La sucia ropa de trabajo le sentaba tan bien, que uno pensaba que algo asĆ­ no se podĆ­a adquirir en el mejor sastre a medida, sino en el Sastre Natural de la AlegrĆ­a Natural, como la que Dean tenĆ­a en pleno esfuerzo. Y en su animado modo de hablar yo volvĆ­a a oĆ­r las voces de viejos compaƱeros y hermanos debajo del puente, entre las motocicletas, junto a la ropa tendida del vecindario y los adormilados porches donde por la tarde los chicos tocaban la guitarra mientras sus hermanos mayores trabajaban en el aserradero. Todos mis demĆ”s amigos actuales eran «intelectuales»: Chad, el antropólogo nietzscheano; Carlo Marx y su constante conversación seria en voz baja de surrealista chalado; el viejo Bull Lee y su constante hablar criticĆ”ndolo todo… o aquellos escurridizos criminales como Elmer Hassel, con su expresión de burla tan hip; Jane Lee, lo mismo, desparramada sobre la colcha oriental de su cama, husmeando en el New Yorker. Pero la inteligencia de Dean era tan autĆ©ntica y brillante y completa, y ademĆ”s carecĆ­a del tedioso intelectualismo de la de todos los demĆ”s. Y su «criminalidad» no era nada arisca ni despreciativa; era una afirmación salvaje de explosiva alegrĆ­a Americana; era el Oeste, el viento del Oeste, una oda procedente de las Praderas, algo nuevo, profetizado hace mucho, venido de muy lejos (sólo robaba coches para divertirse paseando). AdemĆ”s, todos mis amigos neoyorquinos estaban en la posición negativa de pesadilla de combatir la sociedad y exponer sus aburridos motivos librescos o polĆ­ticos o psicoanalĆ­ticos, y Dean se limitaba a desplazarse por la sociedad, Ć”vido de pan y de amor; no le importaba que fuera de un modo o de otro:
—Mientras pueda ligarme una chica guapa con un agujerito entre las piernas… mientras podamos comer, tĆ­o. ¿Me oyes? Tengo hambre. Me muero de hambre, ¡vamos a comer ahora mismo!— y, pasara lo que pasara, habĆ­a que salir corriendo a comer, como dice en el EclesiastĆ©s, «donde estĆ” tu lugar bajo el sol».
Un pariente occidental del sol, Ć©se era Dean. Aunque mi tĆ­a me avisó de que podĆ­a meterme en lĆ­os, escuchĆ© una nueva llamada y vi un nuevo horizonte, y en mi juventud lo creĆ­; y aunque tuviera unos pocos problemas e incluso Dean pudiera rechazarme como amigo, dejĆ”ndome tirado, como harĆ­a mĆ”s tarde, en cunetas y lechos de enfermo, ¿quĆ© importaba eso? Yo era un joven escritor y querĆ­a viajar.
SabĆ­a que durante el camino habrĆ­a chicas, visiones, de todo; sĆ­, en algĆŗn lugar del camino me entregarĆ­an la perla”.
Fuente: Leedor.com

                             "En el camino"  Walter Salles

No hay comentarios

ImƔgenes del tema: follow777. Con la tecnologƭa de Blogger.